Apagón tecnológico

Llevo unos días con los ojos fastidiados.

Creo que los tengo así por una mezcla entre la sequedad que produce el aire caliente que están metiendo en la oficina con la llegada del frío y la luminosidad de la pantalla del ordenador y del móvil.

Si a ésto le uno la falta de sueño y el estrés por llegar a hacer la cuadratura del círculo todos los días, el resultado es que ando medio llorosa, con el ceño fruncido y con dolor de cabeza un día sí y otro también, así que hasta que me recupere estoy limitando las horas de «enganche» a los aparatos electrónicos lo más posible.

¡Y vaya lo que me está costando!, pero como no me puedo permitir un lifting para quitarme las arrugas de estar guiñada y forzando la vista, el apagón tecnológico fuera de las horas de trabajo es lo más socorrido. Además, me estoy poniendo un antifaz de gel que tengo en la nevera de cuando salía hasta las mil y que me ayudaba a recuperarme de otro tipo de falta de sueño por motivos mucho más divertidos y que por suerte, me sigue dejando nueva.

Por desgracia no me puedo enrollar más porque los ojos se me resienten. Menos mal, que tengo dos cuidadores que me ayudan a recuperarme y en cuanto me ven fastidiada me dicen, «mami, respira y relájate»…

Como podéis suponer, me moriría de la risa pero como también me arrugaría, ando pensando en cosas serias para contenerme y relajarme.

Apago ya y me pongo en modo «ommmmm»…

¡Hasta pronto!.

Anuncio publicitario

Perdona, bonita

No sé si es que últimamente estoy más sensibilizada con este tema o que con la edad empiezas a valorar más unos mínimos de urbanidad, ciudadanía, educación, llamémosle como queramos, en todo lo que nos rodea.

Soy consciente de que al enseñar a mis hijos a pedir las cosas por favor y a ser agradecidos, debo dar ejemplo y practicarlo, aunque reconozco que al haberse convertido en costumbres que adquieres desde pequeño, con los años te acaban saliendo de forma natural.

Pero, ¿qué pasa cuando no todos los que te rodean lo tienen también interiorizado?. Pues pasa que de pronto, ves como por madrugar, por las prisas, por ir pensando en nuestras cosas o porque ese día estás enfadado con el mundo, todos esos mínimos de convivencia se olvidan o se relajan hasta el punto de llegar al «sálvese quien pueda» que esto es la jungla, en mi caso, de asfalto.

Es como lo que me pasó cuando estaba estudiando la carrera; varios de clase le pedimos unos apuntes a un compañero y no quiso dejárnoslos, ante nuestro asombro, nos dijo una frase que nunca olvidaré, «Esto es una guerra y no hay que darle tregua al enemigo». Podéis imaginaros las risas que nos echamos a costa del comentario porque creo que estábamos en primero y tampoco eran tan importantes, pero ésa es la actitud que parece que algunos han adoptado y que practican con todo el que se van encontrando.

Nada más llegar al intercambiador de Moncloa, te encuentras con la marabunta que acabamos de bajar de los autobuses, todos vamos medio dormidos y tenemos prisa. Al llegar a la primera escalera para entrar al metro ya ves cómo se te van colando con más o menos descaro, empujando o avasallando, y ahí empiezas a darte cuenta de que ceder el paso, bajar por la derecha, no empujar y disculparte cuando casi te llevas a alguien por delante, brilla por su ausencia.

Una mañana al bajar por la vía rápida de la escalera, me crucé con una señora que iba mirando hacia atrás, al rozarla, vi que se asustaba y se agarraba al pasamanos, la sujeté del brazo y empezó a gritar, «¡me quiere tirar!», me quedé tan alucinada que le dije que solo la estaba sujetando porque la había visto tambalearse pero ella siguió erre que erre, ahí dudé de si ayudar al prójimo era una buena idea.

Igual pasa en el hacinamiento del vagón que sufrimos en hora punta, sé que apenas hay sitio, y que si llega tu parada tienes que bajarte sí o sí, pero entre los que van abriéndose paso a bolsazos, mochilazos o codazos, y los que no se mueven para hacer sitio y dejar que salgan los primeros, «jo» es lo más suave que puedes escuchar. Al igual que pasa con los que esperan en el andén, cuántas veces hemos visto el cartel diciendo, «antes de entrar, dejen salir», ¿no debería saber eso todo el mundo?.

Aunque para mí, el remate de la falta de urbanidad, se lo llevan las «listas», ésas que al ir a salir todos, repito, con prisa, creen que por sentirse súper divinas, no sólo es que te arrollen, es que te sujetan del brazo para hacerse sitio y pasar como diciéndote, «perdona, bonita (o bonito)» que primero paso yo. ¡Alucinante!.

Pensándolo bien, creo que es porque deben pensar que su vida transcurre en un vídeo clip o que se mueven en un desfile de moda. Caminan marcando caderas y bolso, que por supuesto no se cuelgan del brazo para no dar a los demás, ni se lo ponen por delante al subir las escaleras y evitar que los que las suben corriendo, no se enganchen con ellos, no, ellas mantienen su bolso en el brazo como si fueran esas abuelitas que parece que lo llevan pegado y hasta duermen con él agarradito para que no les den un tirón, y el resto del mundo, por supuesto, que dejen paso.

Su patetismo, me alucina y me provoca una medio sonrisa, y no puedo evitar comparar su actitud con la de muchos otros, que respetan y se disculpan por los empujones, muchas veces inevitables por la masa humana que moviéndonos como podemos, intentamos llegar a nuestro destino pero que tenemos interiorizadas unas normas de urbanidad que nos enseñaron de pequeños.

Ojalá no se pierdan nunca y no lleguemos a tener que reconocer esa frase de Hobbes que recoge la competición y la desconfianza entre los seres humanos, «El hombre es un lobo para el hombre».

Edificio inteligente

image

Como os he comentado, mi oficina es una de las torres que hay en Nuevos Ministerios. Tiene 18 plantas y las ventanas de mi departamento tienen unas vistas espectaculares del Paseo de la Castellana hacia Colón pero con el inconveniente de que desde las 9 de la mañana empieza a asomar el sol y nos acompaña hasta después de comer.

Todo el edificio está acristalado y aunque el aire acondicionado no ha funcionado mal en verano, nos encontramos con la curiosa situación de que al estar en noviembre no se puede volver a poner en marcha el aire frío y una de dos, o por los aparatos no sale nada porque los cortan, o sale un aire pastoso y calentorro que solo sirve para que las máquinas hagan ruido pero no enfríen el ambiente. No sirve de nada abrir la puerta que da a los ascensores ni la puerta de emergencia; el edificio es tan «inteligente»que no hace corriente, no se renueva el aire y no se enfría de ninguna manera.

Ante la falta de respuesta por parte de mantenimiento, mis compañeros sacan abanicos, libretas para hacerse aire, se lavan la cara, salen más a la calle y por supuesto adaptas tu ropa hasta dónde puedes para hacerlo lo más llevadero posible.

Los estores tampoco solucionan nada porque son tan finos que sigue pasando la luz y el calor. Intentamos parchearlo poniendo papel marrón de estraza pegado a los cristales o a los estores aunque en mi ventana se calienta tanto el cristal, que el celo se despega y voy a tener que pegarlo con cinta de doble cara. En algunos despachos han optado por poner un trozo de tela a media altura del estor haciendo de doble cortina, pero el calor y la sensación de ahogo sigue rondando en el ambiente.

Ante esta situación, he optado por maquillarme lo justo porque hace unos días al lavarme la cara para sofocar el calor, tuve que rodear el contorno de ojos porque si no se me iba a correr el rímel, y aunque parece que te has lavado, la sensación que te queda es de que no te has refrescado del todo.

Otras opciones que voy a poner en práctica son, comprarme un spray de Agua Thermal, ¡qué gozada, eso si que refresca!, y volver a recuperar el abanico, lo cual me vendría fenomenal para ejercitar brazo y muñeca y acabar cogiendo velocidad para cuando bates huevos.

Para colmo, toda esta locura que nos provoca el calor, lleva a que a medio día, una calima flote en el ambiente y la visión se vuelva borrosa sin saber muy bién si es por llevar tantas horas pegados a la pantalla del ordenador, o porque esa especie de neblina te hace tener visiones extrañas de tus compañeros, dudando de si es un problema de enfoque o de que te va a dar una lipotimia en breve.

Como ejemplo, hay una señora mayor que va muy maquillada que me tiene loca. Cuando me la cruzo y la saludo, fruto de esta calima bochornosa, dudo de si la raya del ojo la lleva pintada en vez de en el párpado de arriba, que es como siempre la había visto hasta ahora, en el de abajo, pero no solo eso, es que de la raya sale un rabillo a lo Cleopatra realmente de infarto, pero como no puedo acercarme tanto como para vérselo, y menos preguntarla porque no tengo confianza, solo espero no encontrármela entre la neblina para evitarme el sofocón de verla y sentir que mi mundo se tambalea.

Después de comer, para airearme un poco, a veces me siento en la escalera de emergencia a respirar aire contaminado pero fresco. Como veis en la foto, las vistas desde la planta 12 al parque de Azca son chulísimas. Me encanta el contraste de los árboles con la torre Picasso, la pena es que en cuanto se mueve un poquito de aire te llegan bocanadas de aire caliente de los aparatos de aire acondicionado de los otros edificios y se rompe la magia.

¿Y por qué no ponen el aire frío?. Pues no lo ponen porque estamos en noviembre y no es época de poner el aire acondicionado, ahora toca calefacción o nada y el aire, es para verano.

Como veis, parece que en mi oficina prefieren seguir rigiéndose por el calendario en vez de por el termómetro. Lo bueno, es que así, al no usar la calefacción, evitamos el gasto energético, y como ciudadanos comprometidos con el medio ambiente, ayudamos a que la «boina» de contaminación que hay sobre Madrid no siga aumentando.

Las consecuencias de esta aportación al medio ambiente como, sofocos, sudores, mareos, lipotimias, locuras transitorias y visión borrosa, está claro que no interesan a nadie.

El calor

Apuesto a que esta semana, el tema del día de todos ha sido el calor impropio del mes de noviembre.

Salgo de casa con abrigo y chal de lana porque desde donde vivo hasta Madrid, las mañanas son ya bastante frías. Siempre voy con varias capas de ropa porque sé que a lo largo del día la temperatura puede subir más de diez grados.

Estos días tan peculiares, al salir del metro, me ha tocado ir cargando con el abrigo y el chal porque en el vagón la temperatura era más alta de lo normal. Así, cargada con tanto trasto, cuando te pones a subir las escaleras, rezas por no tropezar con nada ni nadie porque vas «intuyendo» donde están los escalones.

En realidad nos pasa a todos, cargamos con prendas que luego no vuelves a ponerte aunque estos días, he comprobado, que sigue habiendo gente que vive en su burbuja particular, ajena a los 22 grados de media de toda la semana y van preparados para afrontar la jornada, con gorros de lana y botas.

Los de los gorros (porque también había chicos que los llevaban) estaban en mi vagón del tren; universitarios que a las 8 de la mañana parlotean como si les acabara de pasar lo más alucinante del mundo, y es que de verdad, estoy convencida de que creen que en su vida todo es de una intensidad «súper fuerte». Por suerte, solo me acompañan una parada porque se bajan en Ciudad Universitaria. Aún recuperándome de haber visto tantos gorros juntos, no pude evitar plantearme en qué planeta vivían porque no es que dude de sus aptitudes, pero me pareció realmente preocupante que su nivel intelectual no les llegara para interpretar un mapa del tiempo con un sol enorme en toda la región y temperaturas de 20 grados, o a lo mejor es que yo estoy tan anticuada en técnicas de estudio que no sé que los utilizan para aislarse del ruido, cuando estudian en la biblioteca.

Las de las botas subían conmigo las escaleras; con más o menos tacón, hasta media pierna o justo por debajo de las rodillas, pero todas, de invierno. No pude evitar compadecerme de ellas al pensar en el calor que tendrían unas horas más tarde y en la inflamación de piernas y pies con la que iban a acabar.

Supongo, que con este «caos» de ropa que estamos sufriendo, seguro que aparece algún tutorial que explica cómo vestirse cuando un mes de noviembre se vuelve loco, porque pretender seguir los dictados de la moda para esta temporada con estas temperaturas, solo puede llevarnos a acabar con una lipotimia y eso sería para las «fashion victims» acabar de «victims fashion».

Yo, voy tan preparada, que ando mezclando ropa de verano con chaquetas de invierno y hasta he vuelto a sacar el abanico porque en mi oficina hace un calor insoportable pero eso, es otra historia.

La terraza

Hace unos días abrieron al lado de mi oficina una cafetería de una marca muy conocida, con cafés e infusiones de todos los rincones del mundo a precios desorbitantes pero que vuelve loco a casi todo el mundo. Su zona de mesas y sillones pegados a las cristaleras está siempre muy solicitada y ésta además, tiene el atractivo de contar con una terraza en medio de esta zona comercial y de oficinas de Madrid.

A los clientes, casi todos extranjeros, no les importa si hace sol o es un día frío y desagradable, las terrazas les sirven para hacer un descanso de sus compras, visitas turísticas y además, para ver el ambiente y ser vistos.

En este caso, lo de ver y ser vistos no acababa de verlo claro, así que me he puesto a divagar sobre cómo convencería a los clientes para que se sentarán a tomar algo porque, por más que la miro, solo veo jardineras con bambú detrás de las cuales parece casi imposible adivinar si hay alguien sentado detrás de tanta rama.

Veamos, apenas le da el sol, por lo que tienes que dar un café increíblemente bueno para que algún valiente se atreva a sentarse y no acabar congelado hasta que un camarero adivine que estás ahí, difuminado entre el bambú.

Como ventajas, destacaría que mientras esperan que les atiendan y disfrutan de su café, pueden ver cómo van saliendo mis compañeros y los empleados de los grandes almacenes a fumar y, el estruendo que montan esas filas larguísimas de carros de la compra que dejan enganchados a la entrada de los grandes almacenes, apasionante, ¿no?.

Aunque como máxima diversión, les recomendaría que no dejarán de sentarse los días lluviosos para ver el espectáculo de patinaje que vamos dando todos, por culpa de las baldosas que hay a la entrada de mi oficina. Son una herencia de los antiguos ocupantes de mi edificio, un banco de los de toda la vida, que se construyó una torre y puso unas baldosas corporativas con las iniciales del banco, que parecen tratadas con una cera imborrable y que, pasados unos años, acabó por mudarse a las afueras, comprando nosotros la torre con todas las sorpresas que nos guardaba dentro y fuera, incluyendo las famosas baldosas.

No sé cuántos compañeros se han caído ya, a mí todavía no me ha tocado, pero por más que las maldecimos, no conseguimos que las cambien.

En fin, que ya que proporcionamos espectáculo, los dueños de la cafetería, deberían darnos una comisión por ser los más divertidos y originales distrayendo a su clientela mientras les clavan por el café, y nos graban con el móvil que luego, vete tú a saber dónde acabarán colgados los videos. De esta manera, conseguiríamos ir haciendo un fondo para cambiarlas.

Hasta entonces, yo voy bordeándolas como mucho cuidado y pensando en el poco partido que le sacan a la terraza porque si me la dejaran a mí, ¡hasta churros le ponía en la carta!.

Fauna subterránea

Una manera diferente de espabilarse por las mañanas, dejar de divagar sobre qué haces en un andén lleno de gente, muerta de frío y sueño cuando podías seguir durmiendo, y aterrizar en el mundo real, es oír ruidos extraños por las vías del tren. De repente, tu cuerpo se activa, tus sentidos se ponen a la defensiva, tú corazón late más deprisa y, sorpresa, ¡ratas!.

A las ratas les encanta el ambiente oscuro, frío y húmedo de los túneles del metro y como nosotros, también madrugan y andan de aquí para allá pero sin cara de sueño. Sé que es su habitat natural y que en parte hemos ido apropiándonos de su territorio pero no puedo evitar que me produzcan un asco horrible, y cuando mis hijos se plantean tener una mascota en casa os aseguro que sus parientes, los hámsters, ocupan el último lugar.

Otros bichitos que habitan en este mundo subterráneo son las cucarachas. Por suerte son pocas las veces que coincido con ellas pero lo emocionante es que nunca sabes en qué estación te las vas a encontrar hasta que de pronto ahí están, entrando y saliendo por huecos enanos mientras siguen al pie de la letra su lema, «vive y deja vivir».

Hasta aquí la fauna que hay circulando por el metro porque dentro de los vagones lo que te puedes encontrar es digno de un documental de Discovery Channel, especies exóticas a veces pero siempre sorprendentes.

Empezaré por los cantautores; pueden ir solos o con un compañero. Si van acompañados, suelen crecerse más y casi es peor porque esas miradas cómplices que tienen entre ellos les llevan a subir más la intensidad de su actuación. Entran de un salto en tu vagón y ya ¡tenemos la fiesta montada!. Con la excusa de amenizar nuestro trayecto no se lo piensan y se arrancan, unos con acordeón, guitarra, flauta o sintetizador y otros, con micrófono y altavoz con música enlatada. Todo vale sin importarles si el vagón va lleno, estás cansado, estudiando, leyendo, escuchando tu música o pensando en tus cosas, el caso es que ahí les tienes si o si. Cuando acaban, puedes tener la suerte de que se bajen del vagón y salten dentro de otro más adelante, o que se muevan por dentro al siguiente lo cual te asegura seguir con la musiquita de fondo unos minutos más. En cuanto al repertorio, predominan los clásicos populares, versión del Este o sudamericana.

Reconozco que intentó huir de ellos y me ponen la cabeza loca, pero hay un dúo que aunque cantan y tocan la guitarra con tal fuerza que rompen la barrera del sonido, tienen la gracia de improvisarte un rap mencionando a personas que van en ese momento en el vagón, ¡eso es imaginación y creatividad!. A lo mejor habéis coincidido con ellos, yo me los suelo encontrar en la línea Circular. A la gente les gustan mucho, a mí me encantan y les aplaudo el esfuerzo aunque hay estrofas que el cantante sostiene tanto la respiración que temo que se quede sin aire y se nos caiga redondo, por suerte, no pasa nunca.

Y como remate a toda esta fauna, lo más de lo más son «los iluminados». Me refiero a esos predicadores que «tocados» por Dios, un profeta o un arcángel van por los vagones Biblia en mano soltando sermones y salmos sacados de las Escrituras con la intención de que nos reconozcamos pecadores y volvamos al camino del amor y la verdad, liberándonos de toda la superficialidad que nos rodea y por supuesto, «donándole» nuestros bienes para que él los administre antes de que llegue el juicio final. Lo mejor, es cuando termina entregándote un papelito con un par de frases impactantes y una página web para que te pongas en contacto y te conviertas en «arrepentido» y arruinado.

Bueno, estos son los ejemplares de fauna que me rodean y me hacen sentir integrada en el sorprendente mundo subterráneo porque creedme, no podrás considerarte usuario de metro «de manual» hasta que no te codees con toda esta fauna sin inmutarte, así que, ¡a practicar!.

Publicidad en mano

Nuestra vida está llena de publicidad. Desde que nos levantamos, tomamos un café de una determinada marca porque nos gustó el anuncio que hicieron o nos llamó la atención la etiqueta en el supermercado.

Unas veces es consentida y otras, te la dan en mano y la coges porque piensas en la birria de sueldo que pagarán al que hace ese trabajo y serías capaz de llevarte todos los folletos si así le fueran a pagar más.

Ser usuario del transporte público te convierte en objetivo fácil para recibir gran cantidad de publicidad en mano. Lo que en un primer momento puede llegar a ser incómodo porque te van asaltando nada más bajar del autobús, al ir a coger las escaleras, o al intentar dar dos pasos hacia el tren tiene su lado divertido cuando te paras y empiezas a ojear todo lo que te han dado.

Así fue como un día me encontré con toda una serie de consejos y ventajas que iban a convertir mi vida en un sueño o en una pesadilla.

Empezaron ofreciéndome unas ofertas de pizzas tan variadas y deliciosas que habría sido imposible resistirse. Para aliviar mis remordimientos de conciencia por haberme puesto ciega de grasas, tenía la solución a mi alcance, me ofrecían tarifa plana para hacerme una liposucción de vientre y caderas y por si fuera poco, podía rematarlo con unas extensiones de pestañas porque iba a quedar tan impresionante que no haría más que pestañear para reconocerme en el espejo.

Solo había una pequeña pega, ¿cómo pagarlo?, fácil, una tienda de «total confianza» podía valorar mis joyas de oro y darme el dinero en el momento. Así que delgada pero sin una joya que lucir en ese cuerpazo, aún me quedaba el consuelo de poder contárselo a alguien y ya que allí mismo tenía un puesto de telefonía móvil seguro que conseguía uno de última generación a cambio de tan solo diez años de permanencia por un precio sensacional.

Después de conseguir todas esas ofertas, me sentía tan afortunada que ya que la ropa me quedaba enorme porque había bajado dos tallas con los tratamientos de estética, me acerqué a enterarme de las condiciones para pedir un préstamo para unos caprichitos. Seguía estando en racha porque justo ese día regalaban a los primeros clientes un juego de cuchillos japoneses, ¡no me lo podía creer!.

Cuando me di cuenta de que no sabía como iba a devolver el préstamo con esos intereses leoninos me asusté, pero por suerte encontré el consuelo que necesitaba, el Profesor Ngonga leía las cartas del tarot y podría aconsejarme para arreglar mis males porque estaba claro que ese giro de mala suerte era fruto de un mal de ojo y por un módico precio también podría solucionarlo.

Como podéis suponer, después de un día lleno de emociones, estaba tan agotada que cuando llegué a casa saqué el altavoz de cartón para el móvil que me habían dado antes de subir al autobús, puse musiquita para relajarme y recordé eso que nos decían de pequeños de que no hay que aceptar nada de extraños, desde luego, ¡cuánta razón tenían!.