En esta segunda semana de vuelta a la normalidad, aún me sigue costando coger el ritmo a las mañanas, y es que salir de casa temprano justo cuando la previsión del tiempo coincide con el mes del calendario hace que ese primer tirón del día sea una prueba diaria casi olímpica.
Todas las mañanas empiezan con la misma rutina. Plumón hasta debajo de la rodilla, cuello al que le daría tres vueltas más si pudiera, botas, guantes y gorro de lana (con pompón, claro) y saliendo a la calle en 3, 2, 1…¡acción!.
Toca llegar a paso rápido (a veces creo que me lleva el viento en volandas) hasta la parada del autobús. Cuando piensas que has llegado bién y te parece que ese día no hace tanto frío, ¡horroooor! los minutos que marca el panel de la parada del autobús no duran como los minutos de tu reloj, son como los minutos de los paneles del Metro, ¡cada minuto puede tener 133 segundos! y acabas helada sí o sí.
Por suerte, para cuando llego a Madrid, he entrado en calor y ese último desplazamiento es pan comido, así que voy feliz con mi musiquita o con el Kindle hasta que aparecen mis nuevas compañeras de vagón. Dos chicas americanas (el acento las delata), de veintipocos años, muy monas, que no paran de hablar durante todo el camino. Esta mañana no hacía más que oír la palabra dresses, dresses y más dresses. Estoy convencida de que la ropa es la conversación más universal y que más nos une a todas las chicas del mundo, da igual si conocemos o no el idioma, un gesto tocándote un vestido y de ahí podemos hilar hasta llegar a ¡la paz en el mundo!.
Hoy iba concentrada con el Kindle leyendo la tercera parte de Bridget Jones. Me resistía a leerlo porque me pareció de muy mal gusto que tuviera que morir Mark para publicar una nueva entrega, pero la curiosidad me ha ganado y me moría de ganas por saber cómo le iba a Bridget con dos hijos. Todo estaba dentro de la normalidad, yo leyendo y las americanas con su runrún sobre los dresses hasta que nos hemos bajado en Nuevos Ministerios.
Para no dejar a medias una página, he subido la primera escalera mecánica por la vía lenta y al adelantarme las de los dresses, me he fijado que una llevaba botas y la otra, unas bailarinas sin calcetines. Me he quedado tan flipada que para la siguiente escalera he aprovechado que se quedaban en la derecha para adelantarlas y asegurarme de que no llevaba calcetines, ¡y no los llevaba!.
¿Cuántos grados podía haber en la calle, 6, 8?. Ya por curiosidad me he ido fijando por si veía a alguna loca más y ¡bingo!, otra chica llevaba vaqueros con vuelta, en plan pesquero y se le veían los tobillos sin calcetines solo que ésta llevaba unas zapatillas negras de cordones, tipo Superga.
Desde luego ya puede convertirse en lo más de lo más ir así en enero que yo viviendo casi en el más allá, no salgo así ni loca.
Pero claro, como tengo que darle vueltas a todo, me he puesto a pensar si no sería una cuestión de edad, es decir, que son tan jovencitas y tienen tanta vitalidad, que a su lado yo con mi botas de ante ideales, debía de parecer una viejecita forrada a capas para no cogerme una gripe o un excursionista en el Perito Moreno.
Total, que como no era plan de demostrarme si podía llevar los tobillos al aire porque iba con botas, he hecho una locura. Me he aflojado el cuello de lana y he salido a la calle así, desafiando el frío. Me he mirado en el escaparate de los relojes Omega, sintiéndome como la protagonista de su nueva campaña publicitaria al verme reflejada en el cristal y he llegado a la conclusión de que hasta con capas estoy de olé, que ni loca volvía yo a los veintitantos y que a ver cómo están ellas cuando tengan mi edad.
Ahí queda eso.