El hombre es un animal de costumbres. Una de las mías es montarme siempre en el vagón de cabecera. Se queda un poco retirado de mi salida y no suele haber asientos pero quizás por eso, dentro del mogollón de gente que viaja a esas horas, en seguida se queda más libre y es en ese momento cuando un día más coincido con mis compañeros de viaje.
La primera está esperando el tren en la misma estación que yo. Es una mamá que siempre va con una sillita de niño plegada, entra, se apoya y pierde la mirada en el infinito, vuelve a reaccionar cuando nos toca bajar otra vez juntas. Sale con la sillita con tanta soltura que se ha convertido en una experta en bandear a la masa humana que intenta entrar a la vez que nosotras salir. Un par de requiebros y se planta en la escalera con su pose de aquí estoy yo con mi sillita, ole y ole, ¡súper mami!.
Mi siguiente compañero lleva el pack completo del perfecto ejecutivo: traje, corbata, reloj, pulseritas, móvil y auriculares. Cuando entro ya está perfectamente agarrado a la barra que hay para sujetarse no tanto para no caerse como para estar justo enfrente del cristal de la puerta y empezar su ejercicio matutino. Ahí va…uno, dos, tres, pase, pose, cuatro, cinco, tiro del puño de la camisa, seis, siete, miro la pantalla del móvil, ocho, nueve, me atuso el poco pelo que me queda, diez, me remiro y, repetimos…Menos mal que se baja antes que yo porque mantener la cara seria con este figurín resulta casi imposible.
Y termino con la perfecta lectora, esa señora que no despega los ojos del libro en todo el camino, que es capaz de salir del vagón, moverse entre la gente, subir las escaleras andando y empujar las puertas batientes de la salida, ¡todo con una mano!.
¿Y qué hay de lo mío?. Pues yo he vuelto a subir todas las escaleras por la vía rápida, agotada pero muy digna.
Al fin y al cabo solo es martes, ¿no?.