Esta mañana siguiendo las tradiciones navideñas me he ido a arreglar el pelo. Mi peluquería es una de las de toda la vida; ya van por la segunda generación de un negocio familiar que se ha hecho un nombre en el pueblo y según me cuentan, también en Madrid, teniendo clientas que una vez acabado el verano, continúan yendo en invierno para darse las mechas y seguir fieles al estilo de Santi.
Por las fechas en las que estamos, hay que pedir cita porque si no es imposible que te cojan así que ahí me he plantado bién preparada de lectura para no leer tres veces la misma noticia en las revistas del corazón, armándome de paciencia porque siempre se me acaba haciendo eterno y concienciándome de que iban a ser un par de horas muy bién invertidas.
Lo primero que he comprobado al llegar, es que pedir la cita para primera hora significa que tus compañeras de secador tendrán una media de 70 años. Ellas son siempre las más madrugadoras y disciplinadas porque, ¿a quien se le ocurre estar de primer día de vacaciones y madrugar? pues parece que a mí y solo a mí.
Parapetada en mi lectura, he intentado aislarme y disfrutar de la experiencia pero ha sido imposible con ese parloteo continuo de mis compañeras con las peluqueras y el runrún de los secadores, así que me he rendido y me he dejado llevar por el colocón del olor a laca y a tinte y me he integrado en la reunión.
Parecía que todas mis compis eran viejas conocidas. Se han puesto al día en familia, enfermedades, viejos recuerdos y la mala suerte de que no nos haya tocado la lotería. A su vez, todas tenían otro denominador en común, el pelo corto y bién ahuecado, ese estilo atemporal que hace que cuando las ves de espaldas, sus cabezas parezcan pelotitas. En cuanto a los tonos, pasaban del castaño oscuro al plata de las canas con un toque de ese malva tan característico en señoras de cierta edad.
La falta de audición que padezco en un oído por una otitis que no acaba de curarse, ha hecho que hoy mi integración en el ambiente haya sido rápida ya que las peluqueras me han tenido que hablar al mismo volumen que a mis compañeras. Pobrecitas, espero que tengan un complemento en caramelitos e infusiones para la garganta y para cuidarse la voz porque deben acabar agotadas de dar tantas voces para hacerse oír entre sus clientas y el runrún de los secadores.
Hoy he podido comprobar la delicadeza de las peluqueras con sus clientas senior. He visto como al lavar la cabeza a una señora muy mayor, mientras una la lavaba, otra la sujetaba porque se escurría en la silla y luego ambas la han ayudado a levantarse y a cambiarse la bata y la toalla porque se había mojado, me encanta ese trato cercano que tienen con todas ellas, son unos detalles que en otras peluquerías más impersonales no se ven.
Yo, después del suplicio del lavado del pelo con el cuello en tensión, he aguantado los inevitables tirones para desenredarme a pesar de la mascarilla maravillosa que me han puesto y me ha tocado cruzar el salón mareada por el dolor de cuello e intentando mantener la toalla en la cabeza lo más digna posible como si fuera Carmen Miranda, esa cantante que parecía que llevaba un frutero en la cabeza.
Al final, he salido sin cortarme un pelo pese a la insistencia de Alvaro, y feliz por el resultado, unas mechas súper bonitas que realzan mi atractivo natural (creo que aún sigo bajo los efectos de la laca de mis compis, yo huyo de ella).
A lo mejor, la próxima vez que vaya, me lanzo a probar la gomina de «Moco de gorila» (se llama así), todo depende del estado de «embriaguez» en que acabe sumida con tanto ruido y tanta química.