Parece que estos últimos días mi vida está ligada a la tercera edad. La semana pasada por varios motivos me ha tocado visitar la sala de espera de una consulta médica y la de urgencias y en ambas, mis compañeros de espera han sido personas mayores.
La primera cita era una revisión con el urólogo. Un mes antes, una pequeña piedrecita se había puesto en marcha y había decidido abandonar mi cuerpo dejándome hecha polvo. Por suerte pasó pero tenía que ver al médico, así que ahí estaba yo esperando pacientemente mi turno en un pasillo larguísimo lleno de sillas de plástico y acompañada de caballeros de cierta edad, sólos, con sus señoras o con sus hijos.
Como siempre, yo iba preparada para la espera con bastante lectura. En cambio mis compañeros igual que me pasó cuando estuve en la peluquería, no paraban de encontrarse con conocidos por lo que a pesar de la hora y media de retraso que llevábamos, lo estaban pasando bomba charlando de todo un poco.
Otros no conocían a nadie pero iban acompañados por su mujer y después de hablar un rato entre ellos, acababan por quedarse callados hasta que de pronto, la mujer empezaba un monólogo tan sólo acompañado por asentimientos de cabeza o algún gruñido del marido. Yo les observaba divertida porque estaba esperando el momento en el que el marido se quedara dormido con el runrún de la mujer o que se cayera redondo por el agotamiento de escucharla hablar sin parar. No me reía porque no era plan de reírme sola pero me dio por pensar si dentro de unos años a mí me pasaría lo mismo con mi marido y sería la diversión de cualquier extraño, espero que no, claro.
Cuando por fín salieron a nombrar a los siguientes cinco pacientes y ya me iba a tocar entrar, se montó el lío porque no había manera de que mis compañeros retuvieran su turno y no sé cuántas veces me tocó repetirles delante y después de quién iba yo, total, que acabé aprendiéndome sus turnos para recordarles cuando tenían que ir entrando. Al salir de allí, tuve la sensación de haberme agotado mentalmente.
La otra espera fue en urgencias por una otitis horrible que aún sigue molestándome. Cuando me pasaron a la sala de tratamientos para ponerme la medicación en vena, me tocó al lado de un matrimonio mayor. Él era el paciente, con un cólico vesicular, bastante tranquilo para el mal rato que estaba pasando cuando llegó. Inevitablemente, al estar un par de horas allí sentada, acabamos de charla aunque en este caso, la charla fue solo con ella porque él era sordo desde bastante pequeño y aunque llevaba audífonos, apenas oía nada.
La señora muy agradable, estaba encantada de tener con quien charlar así que me tocó pegar la hebra con ella y hablar de hijos, nietos y hasta de una plancha de asar de hierro que le encargó su marido a un herrero y que según me contaron funcionaba de maravilla.
Yo que no me encontraba muy bién con tanta charla porque me moría del dolor de oídos, tuve la suerte de que me pasaron por la vía un relajante muscular que me dejó frita y pude desconectar un ratito. Para cuando me espabilé, mis vecinos de tratamiento ya se marchaban aunque me dio tiempo a enterarme de que ese día era el cumpleaños de mi compañero, acabé felicitándole y hasta nos deseamos Felices Fiestas.
Después de todas estos encuentros con los mayores, lo que más me ha gustado de ellos es que se les veía llenos de vida, alegres, sin parecer en ningún momento tristes o apagados y éso que seguramente tendrían un montón de achaques. Tanto en mis citas médicas como en mi visita a la peluquería, han sido un ejemplo de vitalidad que pienso copiar para cuando llegue a su edad, aunque sin correr, que aún soy muy joven para encontrarme con mis colegas en las consultas médicas.