Recuerdos de verano (1)

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Hoy he estado haciendo memoria de la cantidad de Santos de personas conocidas que se celebran en verano; la Virgen del Carmen, San Enrique, Santa Ana y San Joaquín, Santa Marta, San Ignacio, la Virgen Blanca, la Virgen de la Paloma, Santa Elena… Un ramillete bastante grande que unido a otros cuantos cumpleaños, daban como resultado que mis veranos de la infancia fueran una fiesta continua.

Por aquel entonces, veraneaba en una urbanización preciosa a las afueras de Jaén. Éramos de los privilegiados que podíamos huir del calor espantoso que hacía en la ciudad y que por las noches se volvía insoportable y eterno.

En esta urbanización pasé una infancia feliz rodeada de amigas que sigo manteniendo a pesar de los años y la distancia. Nunca las olvidaré ni a ellas ni a sus familias que acogieron a la mía, sin ser de Jaén con todo su cariño y nos hicieron sentir totalmente integrados.

Cuando acababa el colegio en Junio, empezábamos a aterrizar por allí cargados de maletas, ventiladores, menaje de cocina, la olla exprés y mil utensilios más que hacían que visto desde fuera parecieran auténticas mudanzas para tres meses.

La urbanización estaba llena de niños de todas las edades y al ser una cuidad pequeña, éramos muchos los que nos conocíamos del cole, de la parada del autobús, por ser familia, total, que en cuanto llegaba el mes de Julio, comenzaban a ponerse en marcha las efemérides con San Enrique. Casi sin pensar, me vienen a la memoria cuatro, así que nos pasábamos el día felicitando a los padres y a los hijos. Todos nos tratábamos como para felicitarnos aunque luego no volviéramos a coincidir ningún otro rato. Ahí se notaba el ambiente de cercanía y de urbanidad que teníamos todos.

Por desgracia, cada vez, nos alejamos más los unos de los otros y los médios electrónicos han suplantado a los abrazos y besos «reales» que nos dábamos por cualquier causa de celebración que se nos planteara.

Con la Virgen del Carmen, Santa Ana y Santa Elena, el número de felicitaciones subía bastante. Es curioso que en Madrid apenas se celebran los santos pero allí, era una fiesta y algún regalito te llegaba siempre, generalmente algún Barriguitas o Barbie, o algún libro.

Yo estaba feliz con cualquier cosa que me regalaran pero nada se podía comparar a cuando por la Virgen del Carmen, llegaba la noche y la tuna de Peritos venía a rondar a Carmen.

Carmen, es la matriarca de una familia muy querida para mí. Su marido, Antonio, era profesor en Peritos, tan bueno y tan agradable que nadie podía resistirse a sus peticiones. Ooooh, ¡cómo tocaban de bien!, ¡qué vistosas sus capas llenas de cintas!. Ensimismadas al son de «Clavelitos», soñábamos que algún día también vendrían a rondarnos a nosotras. Lo más cerca que los tuve fue cuando rondaron a mis vecinas del segundo piso porque un primo de ellas formaba parte del grupo, y yo estaba en el primero, escuchándoles con mi abuela Nené que se sabía todas las canciones. Cuando acababan, subían a casa de la que festejaba y les invitaban a una cervecitas para recuperar fuerzas antes de marcharse.

Creo que más adelante para el cumple de la hija mayor de Carmen, Marisa, también volvían a venir a repetir su actuación. Siempre me quedaré con esa espinita clavada de que no me rondaran a mí pero luego evolucioné a los Mariachis y si alguien cercano a mí lee esto, ya sabe, mejor mariachis que la tuna.

Hasta aquí en cuestión de santorales y demás efemérides.

En breve seguiré compartiendo más recuerdos porque los casi cuatro meses que alargábamos el verano, daban para muchos más recuerdos y anécdotas.

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Más humanidad

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¿Hasta qué punto es bueno entrar en la vida del prójimo?.

El otro día en el Metro coincidí en el vagón con una chica un poco mayor que yo, extranjera por sus rasgos, normal y corriente en todo lo demás, menos en una cosa, no paraba de llorar. Por más esfuerzos que hacía por mantenerse tranquila, acababa otra vez rompiendo a llorar. Agarrada al bolso y al móvil intentaba hablar con alguien, pero quien quiera que fuera a quien llamaba, no contestaba. En una de las respiraciones que hizo consiguió calmarse y parecía más serena. Cuando llegó mi parada, la dejé ahí sentada perdida en sus pensamientos con un pañuelo en la mano, al quite por si volviera a hacerle falta secar sus lágrimas.

Según iba hacia mi autobús me sentí fatal, ¿cómo había podido ser tan insensible para no acercarme a preguntarla si necesitaba algo?, ¿hasta qué punto me había deshumanizado como el resto de los ocupantes del vagón incapaces de acercarse a ella?.

Mientras volvía a casa me acordé de una vez hace años que por correr, tropecé en la escalera del Metro. Me hice un esguince en el pie y no podía levantarme. Tirada en mitad de la escalera veía como la gente me saltaba para no perder el tren que acababa de llegar hasta que una señora me ayudó a levantarme y conseguí llegar a rastras a urgencias. Nunca olvidaré esa mano amiga que fue capaz de perder el tren por una extraña y auxiliarla.

Muchas veces me acuerdo de cuando vivía en Jaén. Cuántas veces nada más subirme en el autobús, la señora mayor que llevara sentada al lado, en seguida te preguntaba hasta dónde ibas y de dónde venías, más que nada para poder contarte ella qué hacía en el autobús. Esa cercanía, ese contacto tan natural debió perderse en Madrid hace mucho tiempo.

Aquí, nos pasamos el día corriendo. Si vas mirando a tus vecinos de vagón o de cualquier cola que estés haciendo, te tomarán por raro y descarado. Con tanto distanciamiento, hemos llegado al punto de ni preguntar cuando vemos a alguien en apuros o en una situación complicada no vaya a ser que te toque perder el tren, el autobús  o llegues tarde a trabajar.

¿Tanto cuesta ser acogedores con los turistas despistados que no se aclaran con qué línea de Metro tienen que coger para ir al aeropuerto?. ¿Y con los inmigrantes, perdidos sin saber cómo llegar hasta donde tienen una entrevista de trabajo o donde probar suerte con una nueva vida?.

Parece que por ir leyendo o escuchando música estamos exentos de ser humanos, ¿no es tremendo?. Seguramente, la chica de mi vagón, al preguntarla si se encontraba bien, me habría dicho que si, que no necesitaba nada porque muchas veces, no es tanto la ayuda que podemos prestar como el hacer saber a los demás, conocidos o no, que estamos ahí, a su lado. Solo ese gesto es suficiente para que el otro se sienta acogido, visible ante los demás.

Lo que tendría que haber hecho con esa chica y no hice es haberla demostrado que me interesaba como persona, haber sido más humana, que hubiera sentido que estaba dispuesta a «perder» el tiempo con ella, aunque hubiera perdido mi autobús.

Así que a tí que me estás leyendo ahora te digo, si te encuentras mal, párame, fréname, porque esta imperfecta humana tiene tiempo para tí porque de verdad me importas.