Publicidad en mano

Nuestra vida está llena de publicidad. Desde que nos levantamos, tomamos un café de una determinada marca porque nos gustó el anuncio que hicieron o nos llamó la atención la etiqueta en el supermercado.

Unas veces es consentida y otras, te la dan en mano y la coges porque piensas en la birria de sueldo que pagarán al que hace ese trabajo y serías capaz de llevarte todos los folletos si así le fueran a pagar más.

Ser usuario del transporte público te convierte en objetivo fácil para recibir gran cantidad de publicidad en mano. Lo que en un primer momento puede llegar a ser incómodo porque te van asaltando nada más bajar del autobús, al ir a coger las escaleras, o al intentar dar dos pasos hacia el tren tiene su lado divertido cuando te paras y empiezas a ojear todo lo que te han dado.

Así fue como un día me encontré con toda una serie de consejos y ventajas que iban a convertir mi vida en un sueño o en una pesadilla.

Empezaron ofreciéndome unas ofertas de pizzas tan variadas y deliciosas que habría sido imposible resistirse. Para aliviar mis remordimientos de conciencia por haberme puesto ciega de grasas, tenía la solución a mi alcance, me ofrecían tarifa plana para hacerme una liposucción de vientre y caderas y por si fuera poco, podía rematarlo con unas extensiones de pestañas porque iba a quedar tan impresionante que no haría más que pestañear para reconocerme en el espejo.

Solo había una pequeña pega, ¿cómo pagarlo?, fácil, una tienda de «total confianza» podía valorar mis joyas de oro y darme el dinero en el momento. Así que delgada pero sin una joya que lucir en ese cuerpazo, aún me quedaba el consuelo de poder contárselo a alguien y ya que allí mismo tenía un puesto de telefonía móvil seguro que conseguía uno de última generación a cambio de tan solo diez años de permanencia por un precio sensacional.

Después de conseguir todas esas ofertas, me sentía tan afortunada que ya que la ropa me quedaba enorme porque había bajado dos tallas con los tratamientos de estética, me acerqué a enterarme de las condiciones para pedir un préstamo para unos caprichitos. Seguía estando en racha porque justo ese día regalaban a los primeros clientes un juego de cuchillos japoneses, ¡no me lo podía creer!.

Cuando me di cuenta de que no sabía como iba a devolver el préstamo con esos intereses leoninos me asusté, pero por suerte encontré el consuelo que necesitaba, el Profesor Ngonga leía las cartas del tarot y podría aconsejarme para arreglar mis males porque estaba claro que ese giro de mala suerte era fruto de un mal de ojo y por un módico precio también podría solucionarlo.

Como podéis suponer, después de un día lleno de emociones, estaba tan agotada que cuando llegué a casa saqué el altavoz de cartón para el móvil que me habían dado antes de subir al autobús, puse musiquita para relajarme y recordé eso que nos decían de pequeños de que no hay que aceptar nada de extraños, desde luego, ¡cuánta razón tenían!.

2 comentarios

  1. coco · noviembre 4, 2015

    muy bueno! pásate por mi blog (www.buongiornococo.wordpress.com) 🙂

    Le gusta a 1 persona

Deja un comentario